23 febrero, 2015

Altar sagrado del Camino




Cruz de Ferro en Foncebadón

Millones de piedras se han amontonado a sus pies. Símbolo de lo que es eterno. Cuenta la leyenda que pidieron a los peregrinos guijajros para alzar la tumba del Apóstol y que éstos la carretaban por el Camino. Pero llegado a lo más alto de la senda, atraídos por la magia del sitio, las depositaban a los pies de un madero que se alza al cielo en mitad de la nada, desprovisto de todo. El símbolo más potente del camino, altar sagrado desde los tiempos de los druidas. La Cruz de Ferro

Tiene algo mágico el lugar elegido ya por los druidas. Iban en busca de hierbas para sus pócimas surcando un viejo camino copiado del cielo, siguiendo en el suelo el trazado de la Vía Láctea, atravesando el mundo conocido hasta los confines del universo, allí donde la tierra llegaba a su fin y se extendían inmensas las aguas sin dueño.
En mitad de ese camino de iniciación para los sacerdotes celtas se alzaba este pago, frontera entre dos territorios, entre dos paisajes, entre dos climas. Algo telúrico imana de este lugar que los viajeros de todos los tiempos le han mostrado su respeto.
Creían las tribus celtas que habitaban allí los dioses del más allá. Convenía que no fueran compañía en el viaje así que, siguiendo sus creencias, levantaron una cruz en lo más alto del promontorio y ofrecieron a las divinidades de frontera sacrificios para buscar protección en la ruta y apaciguar su ira, quien sabe si temiendo haber profanado un lugar sagrado.
Nada más eterno que una piedra. Perdura más que el recuerdo. Desde entonces se amontonan allí.
Cruces de caminos. Lugares temidos desde el comienzo de los tiempos. Creía Grecia que habitaba Hécate, divinidad de las zonas ignotas, sin explorar. Después pasó a ser hogar de Hermes, el dios de la frontera, el que separa lo conocido de lo intangible, la vida de la muerte.

Eso eran estos Montes de Mercurio, el dios protector de los caminos, encrucijadas donde se practicaba el ritual de dejar guijarros, herencia aprendida de los ancestros, ofrenda a los dioses de todas las eras.
Se romanizó el camino celta y detrás de ellos llegaron otros viajeros. Seguían la vieja ruta de peregrinación reconvertida ahora en camino de salvación, senda que acababa en el mismo lugar, donde el mundo era Finisterrae y se abría infinita la negrura de la mar océana, aquella que sólo un hombre sabría dónde terminaba, al borde de una tierra que jamás llevó su nombre.
En el punto más alto de ese camino, a 1.500 metros sobre el nivel del mar, donde la brújula señala el Norte en 42 grados, 29’ 20’’ 6º21’41’’ Oeste, en los Montes Aquilanos, que dividen las aguas del Sil y el Órbigo, que dejan a un lado la tierra de los maragatos y al otro el Bierzo, que parte en dos el paisaje y hasta la historia, un monje con albergue en Foncebadón y Manjarín levantó de nuevo una cruz de ferro y cristianizó la costumbre de los guijarros.
Corría el siglo XI. Llamaban Gaucelmo al abad de la alberguería que antes de dar cobijo a los caminantes había sido eremita en inhóspita tierra. Cuenta la leyenda que el monje de origen francés sabía bien de eso que llaman ahora nevadonas y que temiendo que los peregrinos perdieran el norte y la vida, levantó la cruceta tan alta que ni el peor de los inviernos la enterrara y todos supieran la buena dirección.
Allí se detuvieron también los segadores gallegos y los arrieros maragatos, todos peregrinando en busca de otra vida mejor. Depositaban allí su piedra, traída a menudo desde su casa, imagen de quien deja atrás la pesada carga del camino recorrido. Símbolo poderoso desde que el hombre se hizo hombre.
Tal vez por eso, quizá sin saber, los peregrinos evocan los primeros tiempos y dejan sus mensajes grabados en roca, perenne, eterna. A los pies de un crucero de madera alzado al cielo, despojado de todo, en mitad de la nada. Magia y poder del Camino.
Susana Vergara Pedreira